Hace unos años, después de mudarme a San Francisco, les pregunté a mis compañeros de trabajo qué opinaban de Los Ángeles. Todos me contaron cosas negativas sobre la ciudad y sus habitantes. Había mucho tráfico, ruido y contaminación. Pero, para ellos, lo peor de todo era la gente. Me dijeron que la gente de Los Ángeles era maleducada y superficial. 

Después de poco tiempo, viajé a Los Ángeles, con mucha curiosidad. Al llegar, estaba de acuerdo en que la ciudad tenía mucho tráfico y ruido, pero no me encontré con gente maleducada o superficial, sino todo lo contrario: todo el mundo era muy educado y amable. Además, me fijé en que la mayoría eran bastante atractivos y parecía que todos tenían una sonrisa maravillosa y dientes perfectos, pero esa es otra historia.

Un día fui a una fiesta en Los Ángeles y decidí preguntar a los invitados sobre San Francisco. Me sorprendió que nadie dijera nada negativo, solo que San Francisco era una ciudad interesante a la que les gustaba visitar de vez en cuando. Parecía que para ellos la rivalidad no existía. Finalmente, le pregunté a una mujer: «¿Cómo pueden ser tan amables cuando hablan de San Francisco? ¿No se dan cuenta de que la gente de allí dice que todos ustedes son maleducados y superficiales?».

Ella se rió y me contestó: «La gente de San Francisco está equivocada. No somos así, es que somos egoístas y estamos obsesionados con nuestras propias vidas, así que no nos importa en absoluto lo que los demás piensen de nosotros.»

Cuando volví a San Francisco, decidí no contarles a mis colegas lo que había descubierto sobre sus rivales, porque no quería entristecerlos. Lo único peor que ser odiado es ser ignorado.