A veces me pregunto cómo es posible admirar tanto a alguien y, al mismo tiempo, sentir que nunca podrías pertenecer a su mundo. Alguien que camina por el mundo como si el sol lo siguiera. Pero su mirada nunca se cruza con la mía, porque ya está fija en otro horizonte. Se puede ver en sus ojos, en la forma en que su voz se suaviza.
Habla de ella como quien describe un paisaje al que siempre quiere regresar, un lugar donde parece encontrar calor y calma. Un lugar que nunca he visitado, un lugar lleno de colores que ni siquiera puedo imaginar.
Me siento como una hoja olvidada en invierno, mientras ella parece ser un día constante de primavera, llena de vida, llena de algo que simplemente atrae todo a su alrededor. Y yo, en cambio, me siento como una sombra al atardecer—presente, pero desvaneciéndome lentamente, incapaz de competir con tanta luz. No es que no tenga valor, pero junto a lo que él ve en ella, me siento pequeña, invisible.
Hay una distancia entre nosotros que no se mide en kilómetros, sino en lo que él busca y lo que soy. Él encuentra su refugio en alguien más.
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