En un abrir y cerrar de ojos
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En un abrir y cerrar de ojos

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memories

A veces, los pensamientos más esclarecedores llegan en los momentos más inesperados, pensamientos que te hacen poner la vida en perspectiva.

Estaba pasando otra noche en vela. Parece que cada noche, alrededor de las tres de la madrugada, me quedo despierta mirando al techo mientras mi marido está tumbado de espaldas a mi lado, respirando ruidosamente mientras su máquina CPAP le bombea aire a los pulmones. Esta noche, observé su perfil, resaltado por el tenue resplandor de la máquina. El tubo que llevaba sobre la nariz parecía una trompa de elefante; ciertamente no era muy atractivo, pero le permitía respirar toda la noche. Sin embargo, el tubo no encajaba bien, y su respiración se hacía cada vez más fuerte con cada exhalación. Golpeé la cama para ver si dejaría a respirar tan fuerte, pero cuanto más golpeaba, la más frustrada me sentía. Se calmaba por un momento y luego reanudaba su respiración ruidosa. Me dieron ganas de darle un puñetazo en la cara o incluso de estrangularlo — y no es que yo sea una persona violenta. ¡Pero imagina tener que soportar cada noche esta rutina que interrumpe el sueño!

Me removía en la cama considerando opciones: un acto de abuso conyugal, levantarme para navegar por Internet, o agarrar una manta e irme a dormir en paz abajo. Ninguna de estas opciones se concretó. En su lugar, empecé a obsesionarme, tal como dice mi marido. Me preguntaba por qué, cuando estoy despierta, solo me vienen a la cabeza pensamientos negativos. No es que no tenga un marido maravilloso, pero hay cosas que me irritan, como el sonido de su masticación. Ese mismo día, después de que me había preparado la cena, nos sentamos a comer, y mientras él masticaba, debatía internamente si debía mencionarle que el sonido de masticar me molestaba. Sabía que no valía la pena decirlo, sobre todo considerando que se había esmerado en prepararme la cena y que era poco probable que pudiera hacer algo para masticar de otra forma. Pero algo me impulsó a decir: “¿Sabías que masticas muy fuerte? Suena como si tuvieras un agujero en la cabeza por donde sale todo el sonido.” Me miró con su clásica expresión de “Shirley, vete al diablo”, abrió la boca para mostrar toda la comida que estaba masticando y se echó a reír.

Y aquí estaba yo, revolviéndome inquieta en la cama, con pensamientos cada vez más inquietantes bombardeando mi mente: ¿Se pondrá bien mamá algún día? ¿Está sufriendo demencia? ¿Qué pasaría si papá muriera antes que ella? ¿Quién cuidaría de ella? ¿Por qué quiere mamá ser incinerada? Entonces, me puse a recordar un incidente que ocurrió hace muchos años.

Yo vivía en Brooklyn, Nueva York, en un complejo de apartamentos que tenía sus propias tiendas, escuelas e instalaciones recreativas. Acababa de dejar a mi hija en su clase de preescolar en una escuela situada en una calle muy transitada que dividía en dos la urbanización: dos carriles en dirección sur y dos en dirección norte. Después de darle un beso de despedida, salí del colegio y me detuve en la acera, junto al paso de peatones. La señal de cruce parpadeaba, indicando que en unos segundos cambiaría el color del semáforo. Dos hombres en moto estaban detenidos en el semáforo. En la mediana, una anciana sostenía de la mano a un niño. De repente, el niño soltó la mano de la mujer y cruzó corriendo la calle justo cuando el semáforo se puso en verde. En ese instante, uno de los motoristas aceleró y golpeó al niño, haciendo que su cuerpo pequeño volara por el aire, elevándose como si hubiera sido disparado desde un cañón. Luego, como en cámara lenta, su cuerpo sin vida cayó al suelo con un sonido sordo.

Con este recuerdo, me incorporé en la cama. Pareció como si se hubiera encendido una luz en mis pensamientos: dejas las mezquindades. No te preocupes por las cosas que no puedes cambiar. La vida es corta. Valórala, porque en un abrir y cerrar de ojos, podría desaparecer.

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