Ella dio un sorbo de su café. Fue tibio porque después de pedirlo, había empezado a escribir. Se lo había olvidado, como habitualmente sucedía.

Elena le encantaba escribir. Desde que era una niña muy pequeña, siempre inventaba historias alegrías con su padre y leía todos los libros que podía encontrar. Así que, era natural que se convirtiera en escritora. Ahora, trabaja como periodista para el periódico local. No era un trabajo glamoroso. De hecho, ese día tuvo que entrevistar a una miembro del ayuntamiento sobre el nuevo aparcamiento, que habían prometido hace muchos años. No entendía porque el ritmo de la construcción era tan lento. “Problemas con los cimientos”, dijeron. Que aburrido.

Pero ahora Elena no estaba escribiendo sobre aparcamientos ni gobiernos, sino su historia de intriga, amor y dolor. Su historia que, a veces, no creía que terminara. Así que, cada tarde, iba a aquel café donde podía pensar en paz, y donde había gente que podía proveer un poco de inspiración. Por ejemplo, el barista con los tatuajes y brazos fuertes, la estudiante joven que pedía una magdalena de arándanos cada día, y el hombre jubilado que leía el periódico muy lentamente. Un grupo de personas desconocidas pero que le parecía como un tipo de familia. La única cosa que tenían en común era la soledad.

Entre ellos, había personas nuevas. Un policía pidiendo un café para llevar o una mujer con niños pequeños y una cara de cansancio. Cuando la puerta se abrió y un hombre bastante alto y muy bien vestido entró, Elena pensó que él estaba allí para una cita. Ella siempre le gustaba ver el lenguaje corporal de una pareja durante una cita. Revelaba mucho sobre su relación. Pero, ella estaba decepcionado cuando él solo entregó un paquete a una mujer y salió.

“Aquí nunca pasa nada interesante”, pensó

* Foto por Jonas Jacobsson a Unsplash