Ana llegó al café y miró su reloj. Fue las cuatro en punto. En toda su vida había sido puntual y ese día no fue diferente. Al entrar del café, el olor fuerte le recordaba de su tiempo en Italia. Un tiempo de emoción, recogido y amor. Pero estas memorias fueron del pasado. Los últimos meses habían sido distintos. Pero después de hoy, podía ser que las cosas fueran diferentes. Quizá. Fue el primer día de la primavera y ella esperaba que fuera un día de nuevos comienzos.

Él no estaba en el café, pero no le importaba. Podía esperar. Desde que era una niña, siempre tenía mucha paciencia. Pues, así dijeron las monjas de la escuela. Puntual, paciente y escrupulosa. Una estudiante respetuosa y perfecta. Y triste.

Pidió un capuchino de un barista que habría sido guapo si no fuera por el tatuaje en su cuello. Ella jamás entendía porque la gente quisiera tatuajes. Llevó su café a una mesa cerca de la ventana, donde el sol brillaba por el cristal y calentaba su cara. Empezó a sentir más relajada. Miró a su teléfono por la enésima vez ese día, y vio un mensaje de su hermana. Otra vez fue una pregunta sobre el piso de su mamá. Ana estaba harta de los regaños de su familia. Había sido solamente tres meses. Ella necesitaba más tiempo.

La puerta abrió. Fue Marco. Él era bastante alto y llevaba una camisa de rayas azules y blancas, una chaqueta gris y vaqueros ajustados. Sus zapatos eran de color marrón claro y muy limpio. Ana siempre juzgaba a los hombres por sus zapatos. Ella sonrió y hizo un gesto a la silla opuesta.

Marco se acercó, pero no se sentó. Él puso un sobre pardo y grueso sobre la mesa. No dijo nada y con una sonrisa vacilante, se fue.

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