La vida de mi mamá es un serie de caprichos, algunas conectados con sentido, algunos no.

Los domingos, mi madre limpia con el fervor de una artista maníaca: Su esbelta figura de repente tiene la fuerza de mover muebles como si fueran guijarros, de modo que su aspiradora llega a superficies que sería mejor no ver. Sin excepción, deja la situación peor que antes: la motivación se va tan rápido como llega.

Ahora estamos organizando el cuarto de mi infancia, pintado de un ofensivo amarillo verdoso que tenía mucho más encanto cuando yo tenía siete años. Ella sigue descubriendo sustancias ilícitas en rincones remotos de mi habitación. Resulta que las había escondido tan bien que las había olvidado: pastillas metidas en calcetines, gomitas deslizadas en una inocente caja de lentillas. Te juro que no soy una adicta: si la fuera, no las habría olvidado tan descuidadamente.

Nuestra organización ha revelado que he acumulado una colección de cosas bien raras, para las que no tengo explicación

“¿Por qué eres así?” ella me preguntó.

“Porque vengo de ti”, pensé, pero no dije en voz alta. Mi mamá me enseñó que algunas cosas es mejor no decirlas.