En continuación de: https://journaly.com/post/24605
También había otras cosas que hacer. Recuerdo bien que durante un rato me fascinaban las trampas, aunque no sé de donde pudó salir esa idea. Quizás la había tomado de un cuento de mi padre. Él nació en los últimos años de la guerra y siempre estaba lleno de historias sobre su infancia, su juventud y su servicio militar en los años sesenta. Mucho más tarde, cuando descubrimos las exageraciones de sus historias y, sobre todo, sus repeticiones, siempre nos resultaba molesto escucharle, pero de niños nos aferrábamos a sus palabras.
Fuera como fuese, un día cogí la pala plegable que teníamos en el sótano y me dirigí al bosque para cavar una trampa.
El concepto de las trampas me fascinaba. Se necesitaba excavar un agujero en el suelo, esconder la tierra excavada y tapar el hueco con ramas y hojas hasta que fuera casi invisible. Después, tan solo había que esperar a que alguien (humano o animal) se acercara, pusiera el pie en la frágil construcción y cayera en la trampa, o al menos perdiera el equilibrio y se encontrara con un buen susto.
Pensando en eso sentí una gran ilusión.
Mientras buscaba el lugar adecuado, soñaba con atrapar un conejo, de los que había muchos en la isla. Ya sabía que eran animales salvajes, pero me imaginé que sería posible retener al animal durante unas horas e incluso me pregunté si sería posible tocarlo.
Elegí un lugar bajo un haya donde había muchas hojas caídas. Después de cavar un agujero que me pareció lo suficientemente profundo para atrapar a un conejo, atravesé la maleza para buscar algunas ramas.
Utilicé las más gruesas para construir una rejilla en ángulo recto sobre el agujero. Encima, coloqué una malla formada por las ramas más finas. Luego lo cubrí todo con hojas.
Rodeé la trampa para revisarla, pero casi no pude reconocerla, ya que estaba bien escondida. Luego me agaché detrás de unos arbustos y esperé a que alguien se acercara a la trampa. Pero nadie venía - ni un ser humano, ni un animal. Así que decidí adosar la pala al haya y subí a la copa del árbol. Ahí me quedé hasta que me dio hambre. Ya era hora de comer y me marché de vuelta a casa, no sin antes echar un vistazo a la trampa. Pero todavía no había sido tocada por nadie.
¡Con ganas de seguir leyendo el relato!