El niño del vecindario
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El niño del vecindario

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Vivíamos en una isla del Mar del Norte. Mi padre, después de empezar su carrera como cartero, había conseguido un trabajo mejor en la oficina de correos local y nos habíamos instalado en un piso de una casa recién construida con seis viviendas.

Eran los principios de los setenta y se respiraba un ambiente único: había comenzado una gran libertad, las mujeres con chaquetas de cuero y pantalones de campana parecían diosas del sexo. The Age of Aquarius, el emblemático éxito de The 5th Dimension, sonaba constantemente en la radio.

Por otra parte, sólo habían pasado veinticinco años desde la Segunda Guerra Mundial, y de vez en cuando surgían rumores sobre personas que habían sido grandes nazis o que habían participado de un modo u otro en las atrocidades pasadas.

La pequeña calle donde vivíamos estaba en las afueras de la única ciudad de la isla. Estaba a menos de un kilómetro del mar y de la playa. Muy cerca de allí había un campo de golf abandonado que nos servía de parque para jugar hasta que un día fue vallado y desde entonces funcionaba como pasto para los caballos de una granja ecuestre vecina. Pero no dejamos de jugar en el campo de golf, sólo que ahora lo compartíamos con unos caballos, a los que manteníamos una distancia respetuosa y de vez en cuando recibimos una descarga eléctrica fuerte de una de las vallas que había ahora en el recinto.

Al otro lado de la carretera de nuestra pequeña urbanización había casas unifamiliares. En una de ellas vivía una pareja de mediana edad y recuerdo que el hombre de vez en cuando nos daba caramelos. Llevaba un peinado de cuello rapado, que estaba de moda bajo los nazis. Un día murió por una descarga eléctrica de su afeitadora. Debe haber sido una descarga más fuerte que las que nosotros recibimos por las vallas.

Detrás de la propiedad de aquella pareja, comenzaba el bosque que, durante algunos veranos, era mi lugar favorito. Años después, cuando una vez volví a los sitios de mi infancia, me sorprendió lo pequeño que era, pero en ese entonces me parecía un mundo. Había un claro con un parque infantil en su centro y yo conocía cada rincón, cada uno de sus olores y sabía dónde estaban sus árboles más altos. A los solía subir hasta que las ramas se volvieron tan delgadas que ya no me sostenían. Luego me sentaba en las copas, dejando que el viento me meciera y, por un rato, miraba las nubes blancas que pasaban por el cielo sobre la isla.

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