John Singer Sargent (1885) nos engaña con su simplicidad en la obra “Clavel, lirio, lirio, rosa”. A través de la dualidad lumínica, perdimos la inocencia para encontrar la luz madura. Y en ella, nos damos cuenta de que nunca estamos perdidos sino rodeados con lo que salga a la luz - flores, faroles y fantasías.
En primer plano, la niña en la obra es la inocencia perdida que ha sido encontrada en los ojos del lector. Su vestido, cuyo color transmite un fervor insomne, es tanto una prenda como una declaración. ¡Protégela! ¡Detengan a las luciérnagas! ¡Que le ciega a aquel que se atreve a socavar la ingenuidad de una mera criatura! Sus sirvientes fieles, los flores que atestiguan frente al alma pura, son los protagonistas del lienzo que nos exigen con su silencio. Los faroles que anclan la obra en un propósito fijo son, en su realidad, contenedores para una luz que no se puede adiestrar.
Cabe destacar que el fondo y el segundo plano se empiezan y terminan juntos. Se encuentran, se miran, se reconocen. Y en el encuentro, vislumbramos lo que se queda oscurecido: desde la fugacidad del momento, brota un sinfín de posibilidades. Lo efímero es el huésped que no vemos en la obra aunque su presencia nos sentimos en su omnipresencia. En el reflejo, un lente que nos complace con su majestuosidad, todo lo ve más fantástico. Así es, los lirios se convierten en andariveles para una niña menospreciada en la jungla de la vida.
Por finde, apreciamos lo que nos escapa. La obra es nuestra imaginación; la niña simboliza la virtud; la luz es la maestra de las pinceladas. ¿Donde empieza y termina la realidad? La historia se resuelve sola porque todos los cuentos de hadas se terminan cuando los lectores crezcan y dejan de ver lo que está enfrente de sus propios ojos.