La cuerda de salvamento
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La cuerda de salvamento

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La cuerda de salvamento, pintado por Winslow Homer (1884), puede ser cualquier de nosotros. Para un moribundo que está ahogándose en su propia misericordia, la cuerda que le salva tambien le hunde bajo su propio peso. Al fin, se empieza de nuevo: el renacer de lo que nunca ha sido perdido sino encontrado dentro de él.

Las pinceladas de la obra son urgentes: los colores menguantes en su tonos de gris presagian un destino inevitable en su eventualidad. El cuerpo humano es frágil en su potestad, exánime sin vida ni movimiento, una sombra. No hay orilla. Quedamos en medio de la incertidumbre, impotente, inmóvil e inquietante por lo que venga. La espuma marina desempeña un papel más grande que vida como si fuera un personaje en si mismo.

Conviene subrayar que la lucha que vislumbramos no es foráneo sino inherente del sere humano. El conflicto surge puesto que el protagonista encarna valores opuestos. ¿Somos ganadores o perdedores en el juego que se llama vida? ¿Ser náufrago es un castigo o un lujo en medio de la tormenta que nos persigue con la audacia de vencer incluso los más feroces? Sálvame, sálvame, sálvame. Por lo que surja, sea lo que sea, es tanto el veneno como la salvavidas para aquellos atrapados en su propia tempestad. El vendaval que nos busca, nos atrapa, nos derrota, nos propulsa hacia un destino poco conocido. 

De ahí que la obra sea un torbellino, un huracán, y, a la vez, nuestra salvación. El verdadero salvamento encontramos no en las cuerdas que nos atan sino en los misterios que nos esperan con un acogido abrazo. Por último, el único miedo que tenemos es del temor propio. Lo cierto es que el amor propio nos envuelve donde lo menos esperamos: rendirnos es el fin que menos buscamos aunque nos conozcamos. 

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