Después de enfrentarte al dilema ético entre el único hijo que conocías y el hijo de tu propia sangre, ha llegado el momento de tomar una decisión desgarradora. Puedes quedarte con lo conocido, afirmando el dicho: “Madre no es la que engendra, sino la que cría.” Sin embargo, “la sangre llama”, tirando igual en tu corazón y en tu alma.
¿Si tuvieras el agridulce conocimiento del sufrimiento inevitable del hijo no elegido, lo cambiarías tu decisión? Él tendrá una vida marcada por la indigencia, con un padre alcohólico, una madre fallecida y falta de educación. La mayoría de la gente escogería el hijo con quien crecía debido a los vínculos emocionales. El amor y el tiempo compartido les unen como si fueran de la misma piel. Además, el abandono emocional sería una traición imperdonable al hijo que crías. Es probable que tu hijo biológico esté acostumbrado a su entorno y que no puedas solucionar los efectos duraderos de su juventud.
Por otro lado, la información inesperada de su angustia abriría la puerta al remordimiento inescapable como si fuera tu propia sombra. Tu culpabilidad puede superar los vínculos emocionales con el hijo que tenías. Esto desencadenaría un efecto dominó, llevándote a decidir intercambiar a los hijos para corregir la injusticia de los intercambiados al nacer. Especialmente, los temas culturales y sociales influyen en la decisión, sometiéndote a los caprichos de la sociedad en vez de tus creencias personales.
Por último, nuestra familia no se define solamente por nuestros vínculos sanguíneos. Así, los apegos emocionales y los recuerdos compartidos nos unen como si compartiéramos la misma alma. A quien llames ‘hijo’, ya sea por sangre o por crianza, será tuyo porque lo habrás aceptado en el papel, tanto en nombre como en tu corazón.