Los sabores de la comida pueden cambiar de un país a otro, y no lo digo porque los ingredientes sean diferentes sino porque las experiencias lo llenan de una sazón distinta. Fue un mes de junio hace un par de años. Siempre buscábamos cómo sobrellevar el tedio del trabajo, éramos soñadores y nos pasábamos las horas de la comida hablando de escenarios que parecían imposibles, con el único objetivo de escapar de la rutina. En una de esas charlas surgió la idea de un viaje de amigos para distraernos un poco, sin saber que nos llenaríamos de historias para recordar. Reservamos los pasajes, preparamos el equipaje y esperamos con ansias el día de nuestra salida.
Al llegar esa noche de viernes salió nuestro micro, nos esperaba un trayecto de casi 7 horas. En nuestra primera parada yo no quería hacer otra cosa que no fuera dormir, pero mis amigos insistieron en ir a recorrer el lugar. Fue la mejor decisión que pudimos tomar: vimos el amanecer frente al rio, mientras sentados en silencio, dejamos que el sonido del caudal se llevara nuestros pensamientos. Fue hermoso ver como las paredes de roca y los árboles alrededor se iban llenando de colores con la llegada del alba. De forma repentina uno de mis dos amigos empezó a cantar fuerte y desafinado, mi amiga y yo lejos de juzgarlo, nos unimos con nuestras voces que sin duda espantaron a los pájaros color naranja que pasaban por el lugar, al finalizar la canción nos miramos y comenzamos a reír a carcajadas.
Seguimos contemplando aquel hermoso paisaje, hasta que notamos – a unos metros de donde estábamos- que, desde una cabañita de madera pintada de colores: azul, verde, rojo y amarillo, salía un hilito de humo blanco que parecía venir de una vieja cocina de leña, con un olor exquisito a chocolate caliente. Lo bien que me vendría una taza de ese dulce manjar, les dije a mis amigos – puesto que el clima en el lugar era un poco fresco, además no había comido nada desde la noche anterior justo antes de nuestra salida-. Caminamos hacia la cabañita y saludamos a un par de perritos que se cruzaron en nuestro camino, llegamos justo a la ventana que daba a un patio en donde una señora de edad avanzada nos saludó muy amablemente:
-Buenos días, que van a desayunar.
-Chocolate para tres, dijo el más extrovertido de mis amigos, con la sonrisa que siempre lo caracterizaba.
La viejita nos invitó a pasar al patio, había un par de mesas de madera sobre el piso que era un poco irregular. Desde este lugar vimos una pequeña cascada donde parece que nace el rio en el que estuvimos antes, al fondo unas montañas cubiertas por una infinidad de árboles, la niebla que empezaba a desaparecer y le daba paso a los rayos de sol que se abrían espacio en medio de las nubes y caían sobre el manto verde que cubría las montañas. Fue una imagen tan impactante, era como estar en el salvapantallas de la última versión de Windows. Ninguno de nosotros dijo nada, solo nos vimos entre todos y nos sonreímos de manera cómplice. La viejita nos sirvió el chocolate humeante y de un color café muy espeso, soplé un poco para no quemarme, cerré los ojos y le di un sorbo a uno de los mejores chocolates que probé, no se si en verdad estaba tan rico, o la experiencia de estar ahí con mis amigos, enfrente de un paisaje tan sorprendente hizo que me supiera así.
Yo realmente no sé si la amistad tenga algún sabor o color, pero si me lo preguntan, para mí, sabe a una taza de chocolate con amigos un sábado por la mañana en medio de un paisaje de fotografía.