Un abrigo de invierno (historia corta)
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Un abrigo de invierno (historia corta)

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fiction

—Buenos días señor, ¿puedo ayudarle en algo? —me pregunta el empleado.

—Sí —le respondo—. Me gustaría comprar un abrigo de invierno, pero no sé dónde empezar. Hay tantos tipos diferentes.

—Muy bien, no se preocupe. Sígame, por favor.

Me lleva hasta la trasera de la tienda donde hay unos estantes de chaquetas. En la pared enfrente de ellos hay una gran puerta metálica.

—Aquí tenemos los abrigos de invierno. ¿Qué material preferiría Usted?

—Algo impermeable, y con bastante aislante. Voy a llevarlo a las montañas, así que tengo que estar preparado para la lluvia y la nieve.

—Claro —me dice—. Bueno, creo que este abrigo cumpliría esos requisitos. ¿Qué piensa Usted? ¿Querría probárselo?

—Sí, parece muy robusto—. Busco la etiqueta atada a la manga. —¡Y por solo treinta euros! —añado.

—Muy bien —dice el empleado—. ¿Le gustaría usar nuestro probador invernal? Está refrigerado para que pueda confirmar si su selección será suficientemente caliente para sus necesidades.

—Guau, eh…vale, eso suena genial.

—Fantástico.

El empleado se da vuelta hacia la puerta metálica en la pared y la tira abierta. La puerta deja escapar un silbido, y una corriente de aire neblinoso y bien frío envuelve mi cuerpo. El interior está totalmente a oscuras; apenas puedo ver un par de metros más allá de la entrada. Siento un escalofrío corre por mi espalda.

—Adelante, señor.

—Gracias.

Entro con vacilación en el cuarto frío. Siento algo cruje debajo de mis botas, y me doy cuenta de que el suelo está cubierto de nieve. Escucho al empleado empieza a cerrar la puerta detrás de mí.

—Eh, perdón, ¿podría encender las luces, por favor? —le pido.

—Uy, ¡lo siento! Por supuesto.

La puerta se cierra a mis espaldas, cortándome del mundo afuera. Lo único que puedo oír es el rugido bajo de la sistema de ventilación. Un momento después un tenue bombilla de luz desnuda se enciende sobre mi cabeza, pintando mi neblinoso alrededor un tinto anaranjado como un callejón a medianoche iluminado por una solitaria farola. “Qué lugar tan raro,” me pienso. Entonces encojo los hombros y empiezo a ponerme el abrigo. Es bastante cómodo, e inmediatamente me siento mucho más caliente.

Estoy a punto de darme vuelta para salir cuando levanto la vista y advierto de dos ojos oscuros y profundos al otro lado del cuarto siguiendo todos mis movimientos. Tras un momento, consigo distinguir a través de la penumbra que los ojos penetrantes están colocados en el rostro cruel y malvado de un pingüino.

Me quedo totalmente inmóvil y sin aliento, el corazón batiendo contra el pecho como el de un conejo frente a un zorro. Recuerdos de ese día de mi infancia en el que caí en la exposición de pingüinos en el zoo envuelven mi mente. El hedor de años de peces podridos...los gritos ensordecedores de mi madre...los picos de los puñeteros pájaros en mi cara...creía que lo había dejado atrás, pero en este momento me siento como si solo hubiera sucedido ayer mismo.

—¿Qué quieres de mí, monstruo? —escupo a través de lágrimas. —¿No has robado suficiente paz y felicidad de mi vida?

El pingüino da un paso adelante. Entonces se para y ladea la cabeza.

Cua.

Dejo escapar un aullido involuntario. Vuelvo a la puerta y, al darme cuenta de que está cerrada desde el exterior, doy golpes frenéticamente contra el metal helado, gritando desesperadamente.

¡¡Ayúdame!! ¡Por favor, ayúdame! ¡¡Déjame salir, va a matarme!!

Probablemente solo tarda unos segundos antes de que el empleado abre la puerta, pero incluso un solo momento de terror mortal se puede sentir como horas. Todo el rato siento la bestia acercándome por atrás con la paciente certeza de un lobo con su presa arrinconado, preparándose para morder el cuello y darse un festín de mi sangre.

Cuando al fin se abre la puerta, me lanzo al suelo de la tienda y cubro la cabeza con brazos temblando. Me quedo allí por un minuto, lloriqueando y balbuceando como un crío, apenas oyendo las preguntas preocupadas del empleado.

Finalmente el miedo empieza a retroceder, y me enfoco en mi aliento para calmarme. Mi miedo se convierte en rabia en seguida. Me pongo de pie y empujo al empleado contra la pared.

—¿¿Por qué coño tiene ese diablo en su probador?? —le grito.

¡Señor! Lo siento mucho por lo que sea que le molesta, ¡pero los pingüinos pueden sentirse también! Siquiera si no le cae bien su compañero aviar, eso no justifica tal comportamiento tan grosero. ¿Entendido?

Me quedo sin palabras, estupefacto frente a su respuesta. El empleado continúa.

—En cuanto al porqué, hicimos un trato con el zoo al lado para usar el frío de su exposición de pingüinos para nuestro probador invernal. Cuesta mucho menos que comprar nuestro propio cuarto frío. Sí, a veces los vecinos vienen a visitarnos en el probador, pero así es el trato. Le aseguro que nunca le han hecho daño a nadie.

—Increíble —digo lentamente—. Absolutamente increíble. No lo puedo creer cómo tratan Ustedes a sus clientes. Espere una revisión mordaz en su página de Yelp muy pronto, señor.

Me doy vuelta bruscamente y empiezo a caminar hacia la salida.

—¡Espere, señor, no puede salir sin pagar el abrigo!

—¿El abrigo? ¿Quiere que pague el puto abrigo?

Me paro, cuento treinta monedas de mi bolsillo y las lanzo por todas partes de la tienda.

—Aquí están sus treinta euros, señor. Buen día.

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